La historia pudo haber terminado.

No fue amor de una noche, obra de cupido ni falta de compañía. No hubo premeditación, nadie nos presentó y tampoco me fijé de dónde salió. Sólo sé que al girar los 90° en los que das pierna y cadera durante “el pasito” me percaté de que había alguien nuevo en mi entorno; que en el próximo giro toqué ligeramente su cintura; y que cuando la música cambió nos quedamos bailando en pareja. Posiblemente, ni siquiera intercambiamos nombres al bailar. La historia pudo haber terminado el instante en que cada uno se montó en su transporte designado, pero la próxima parada de aquella noche de fantasía fue el lugar en que todos los vestidos de blanco se reagruparon para prolongar la velada y, para mi sorpresa, ahí estaba.

Nos gritamos de una esquina a otra, como grandes amigos que no se ven hace años, y ninguna de las seis personas que totalizaban nuestros acompañantes fue capaz de despegarnos. Canción tras canción, nos convertimos en los indiscutibles ganadores de -lo que en ese momento denominamos- nuestro concurso de baile imaginario. Entre risas, vueltas y las más chulas miradas, nos olvidamos del tiempo hasta que prendieron las luces del establecimiento. Inmortalizamos el momento en una foto grupal y sumamos diez dígitos a nuestras respectivas listas de contactos con el pretexto de compartirla. La historia pudo haber terminado al enviar ese mensaje, pero supe al despedirnos que, si no volviera a verle, haría falta en mi vida. Monitoreamos nuestros regresos a casa guiados por la salida del sol y hasta bromeamos esa tarde midiendo el nivel de resaca de cada uno. Percibí que la peculiar sensación superaba la cantidad de espuma en nuestros sistemas. Al día siguiente, me envió el chiste interno con que aseguró un lugar en mi memoria. Dos semanas después, nos juntamos en su pueblo para un café que duró cuatro horas. Luego, volvimos a bailar como si fuéramos los únicos sobre la “pista” en una noche que nos llenó los estómagos de comida y los pies de arena. Y compartimos con propósito durante seis meses hasta que la diáspora cobró su mejor víctima. La historia pudo haber terminado al acercarse su partida sin oportunidad de despedirnos, pero acordamos encontrarnos en el aeropuerto para un café más previo a su abordaje y los últimos abrazos que regaló antes de cruzar el charco fueron para mí.

Pensando que nuestra amistad prematura no sobreviviría la distancia, y excusándome con darle espacio para acostumbrarse a su nueva realidad, me alejé equivocadamente. La historia pudo haber terminado entonces, pero mi coprotagonista sabe hacer de montaña y de Mahoma. A casi dos años desde que llamó “magia” a eso que nos unió tan cerca tan rápido, y procurando siempre ser y estar, ¡ni las millas han logrado separarnos! Sentirle presente en mi vida me hace creer en esa magia. Porque, aunque hoy toca otra despedida con abrazos y café, la historia de dos amigos que se conocieron bailando continúa.

¡Nadie me quita lo baila’o!

Un día iba a almorzar con una compañera y noté con extrema curiosidad que ella camina con los pies completamente derechos. Sonará como un dato irrelevante, pero lo es para mis #500PalabrasOMenos de hoy. Durante 7-8 años de mi infancia, estudié en una academia de baile. No recuerdo el comienzo de todo, pero mis abuelos contaban que desde aprendí a caminar mostré interés y al, cumplir cuatro añitos, me matricularon. Guardo en mi memoria hermosas imágenes de incontables sábados y de recitales en los que fui, de salir en un número, a salir en seis. Mi nivel de involucramiento creció con los años y el talento que mis maestras vieron en mí me llevó del Baby Ballet al nivel Intermedio y -un sábado después- al Avanzado. ¡Apenas tenía siete años!

Lo bueno del caso fue que hice esas transiciones simultáneamente con la extraordinaria compañera que, por ser mi contemporánea, me habían pareado casi desde el principio.  Éramos dos piojitas que bailaban en cualquier nivel con el mismo entusiasmo y la misma sonrisa.  Nos daban números para nosotras solas, nos ponían al frente en bailes de grupo, nos pedían asistir a las más pequeñas, nos llevaban a seminarios en San Juan y hasta tomamos clase con Leonor Costanzo.  A los nueve, comenzaron las clases de punta.  Para entonces, los sábados ya eran cosa de todo el día.  Poco tiempo después, la academia cambió de administración, sumando a la ecuación varones, otros géneros de baile, clases los miércoles, viajes a Ponce y oportunidades para distintas audiciones.  Trajo, además, más estructura: un código de vestimenta, hacerse la dona sin flequillo alguno y hasta un maquillaje específico para los recitales.  Fueron buenos tiempos, pero todo tiene su final.  El mío incluye una preadolescente en plena pubertad que se cansó del sacrificio y de sentirse menos por engordar algunas libras.

¡No saques el violín!  Salir de la academia no fue sinónimo de dejar de bailar.  Me divertí mucho coreografiando bailes para cada embeleco del colegio y bailando en la sala viendo vídeos o escuchando música.  Recién llegada a la universidad, audicioné para el grupo de baile del que tanto me habían hablado.  A la semana, publicaron los resultados y el primer nombre en la lista era el mío, pero no entré.  Yo no necesitaba formar parte de un cuerpo de baile, sólo quería probarme a mí misma que aún podía hacerlo si quería.  Décadas más tarde, sigo caminando con los pies hacia afuera, apuntándolos cuando levanto las piernas, estirando los brazos en líneas limpias hasta en las clases de Zumba, enfocando la mirada en un punto fijo cuando giro en la pista de alguna fiesta y me encanta ser la que rompe el hielo.  Seguir el ritmo, aprenderme una rutina y enseñar a mi hijo a bailar, son sólo algunos beneficios del legado que dejó en mí la gran disciplina de este hermoso arte.  Y, así, como nadie puede quitarme mis conocimientos, tampoco ¡nadie me quita lo baila’o!